sábado, 31 de diciembre de 2011

Mi filosofía de vida distaba tanto de la de cualquier otro común mortal que no conseguía pasar nunca inadvertida. Como todo lo que se aleja de lo mundano, generaba habladurías.

Todos ignorantes, criticaban mi modo de entrar y salir a mi antojo, de desinhibirme por completo de lo cotidiano, viviendo cada sensación al máximo, una vida sin ninguna clase de control. No podían evitar preguntarse si esa ociosa y para nada fructífera forma de existencia llevaba a alguna parte, si encontraba satisfacción alguna en desafiar a la vida continuamente, exponiéndome en todo momento a un continuo riesgo, quemando cartuchos a la espera de que mi locomotora no aguantase más y o bien estallase en llamas o bien descarrilase de la vía, quedando inservible, inútil, fuera de juego.

Si me hubieran expresado esta duda abiertamente, mi respuesta habría sido simple. Hay veces que tras los mangoneos que nos da la vida, a menudo excesivos, quedan restos, obstáculos que se interponen en nuestro camino y que no somos capaces de sortear del todo, se quedan ahí delante de nosotros, ante nuestros ojos, hiriéndonos a placer, a la vez que nos impiden ver más allá. Es preciso que tratemos de evitarlos deliberadamente y con todas nuestras fuerzas, no conviene permanecer cerca, pues de pronto un día puedes encontrarte medio engullido por ellos, sumergido en un pozo de amargura del que no siempre es posible salir.

Por lo tanto debemos ser astutos, a la vez que cautos. La vida nos propone un juego, mas no hay jugadora más engañosa y traicionera. Hemos siempre de tratar ir un paso por delante, apostándolo todo a una jugada, aun a riesgo de que sea la última. Siempre obviando a esa sombra oscura que revolotea a nuestro alrededor y que pretende llevarnos a la ruina, buscando distracciones que nos aparten de su camino.

Posiblemente todo esto les hubiera parecido algo ambiguo. Aun así, ¿debería importarme? En realidad nunca he esperado que alguien llegue a entenderlo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario